La Nueva España, 9 de junio de 2005

ANTONIO RICO

No se puede contentar a todo el mundo. Es lo que tiene la televisión. Si quieres hacer un programa para el público de Isabel Pantoja no puedes hacer al mismo tiempo un programa para el público de Alfonso Guerra. Si quieres hacer un programa para el público del hijo de Adolfo Suárez no puedes hacer al mismo tiempo un programa para el público de Juan y Medio. O te centras en un target o en el otro. «Las cerezas» terminó el pasado martes su primera temporada en la televisión pública con resultados de audiencia modestitos, y yo no tengo ni idea de por qué. Sólo sé que hubo semanas en las que no me decidí a verlo, ya que aunque alguno de los invitados me pudiera haber interesado, otros me chirriaban de forma insoportable. A mi madre también le ocurrió lo mismo. Sólo que los que me interesaban a mí le chirriaban a ella y los que le interesaban a ella me chirriaban a mí.

No puede ser. Dice un refrán inglés que no se puede perseguir a dos liebres al mismo tiempo. Y Julia Otero ha estado persiguiendo cinco o seis simultáneamente durante esta temporada de «Las cerezas». Un amigo llama a esto el «efecto Michael Jackson», y lo razona de la siguiente manera: «Michael Jackson es medio blanco, medio negro, medio amarillo, medio adulto, medio niño, medio hombre, medio mujer; ¿Y es por eso alguien especialmente representativo del género humano? Al revés, justamente por eso es la persona menos representativa de lo que es la gente». Pues lo mismo ha ocurrido con «Las cerezas», que ha intentado ser medio «Salsa rosa», medio «Cara a cara», medio «Lo + plus», medio yo qué sé qué. Primero una entrevista con un político, luego con una estrella del mundo del corazón, luego con un futbolista, luego con un escritor. Se intenta atraer a tantos públicos diferentes que al final todas las liebres se escapan y se ponen a ver o «Mis adorables vecinos» u «Hospital central».


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