La Razón, 17 de marzo de 2005

Crítica de TV, Cecilia García

Anoche estuvo Ricardito Bofill en la tele. Les doy una pista: era en un programa cuyo nombre empieza por C y termina por S y no era «Crónicas marcianas», que ya ha exprimido todas las posibilidades de este arlequín sin circo que le ampare. Fue en «Las cerezas», aunque hubo trampa. Julia Otero prescindió del Bofill genuino –no es cuestión de echarse en brazos de los personajes que simbolizan esa televisión poscrita en la pública– y le dio minutos a una caricatura que crucificaba a los «pijos bien». Malo es cuando la copia hace añorar al original, hasta el punto de que dan ganas de cambiarse a Sardá por si se lo ha llevado a su carpa. «Las cerezas» no está llamada a innovar el humor televisivo; es más, le sobran esas píldoras de gracietas que dejan al espectador con la misma mueca que se queda tras un «coitus interruptus».

Otra cosa son las entrevistas, aunque todavía me debato en el dilema de si Julia Otero es una buena entrevistadora o conversadora, que parece lo mismo pero es distinto. Opto por lo segundo. A Otero siempre se le dieron bien las distancias cortas, ese cortejo aceptado del que sólo puede salir una relación plácida y duradera. Ella y sus invitados comparten un rato de televisión como otros se van a tomar el té con las amigas. El martes estuvo con dos famosos de «segunda generación»: Lorenzo Quinn y Terelu Campos. Se sabía que jugaban en casa y se reivindicaron como «hijos de papá y de mamá» a mucha honra. A fuerza de insistir en su genealogía –aquí cuando nos ponemos pesaditos con un tema, no lo soltamos– les termino viendo en el psicólogo, víctimas de un complejo de Electra o de Edipo a destiempo.

Sólo un detalle de la esencia de «Las cerezas», que demuestra lo bien que ha macerado este fruto. Otero recupera unas imágenes suyas de 1989 en las que entrevistaba a Anthony Quinn. Salvo porque Quinn padre está difunto... ¡el programa era el mismo sólo pero con distinto apellido! Que conste que no lo estoy llamando antiguo. Simplemente subrayo que, como el Príncipe Salina de «El gatopardo», Otero es de la creencia de que «es necesario que todo cambie para que todo siga igual». Pues eso.


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