La Voz de Galicia, 28 de octubre de 2004

MARÍA HERMIDA

ENCENDÍ el televisor. De repente, apareció una mujer de rojo. No era la menstruación de ese insulso anuncio de compresas, sino una señora que saludaba respetuosamente. Empezó a decir cosas coherentes. Puede parecer raro en los tiempos que corren, pero de su boca no salió ni un improperio. Presentó a sus invitados que, aunque no se lo crean, ni habían pasado por Gran Hermano ni se acostaron con Antonio David (o por lo menos no lo pregonaron a los cuatro vientos). Empezaron a charlar y, para más sorpresa, ni salieron a la palestra los cuernos y las peleas de tontolabas ni se habló de de polvos varios, sino de democracia, política, deportes y una actualidad un pelín más profunda que los escarceos de alcoba de todo bicho viviente. Desafiando aún más a la tónica de nuestros días, los invitados y la mujer de rojo no se atropellaban unos a otros al hablar. Fue mágico. La de rojo, Julia Otero, se alejaba de la charca putrefacta en la que Sardá ha convertido las noches televisivas. Mientras, él seguía a su bola, dando coba a su orquesta de mangantes. Me cabreó menos que de costumbre. Cada día entiendo más a Sabina, que acertadamente dijo que, si alguien tenía dignidad, no podía mirar a Sardá a la cara.


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