Editorial del 21 de noviembre de 2022

Se ha inaugurado el Mundial de fútbol de Qatar, un país donde los homosexuales son delicuentes, las mujeres inferiores y los trabajadores esclavos.

Es cierto que se sabe desde el mismo instante de la concesión del Mundial, pero, para acallar la mala conciencia en los países con una democracia liberal, nos vemos obligados a recordar cada día lo atroz que es el régimen qatarí, como si quejándonos se aliviase algo de lo que denunciamos.

Una hipocresía que no impedirá que millones de personas en el planeta vean esos partidos en los estadios construidos en el desierto pero, eso sí, con aire acondicionado.

Qatar es el país más ricos del mundo, un paraíso para los inversores y para que haga caja la FIFA. ¿Importa algo más? Bueno, claro, están los derechos humanos. Por eso un grupo de selecciones dicidieron ponerse brazalete arcoiris para denunciar que no se cumplen esos derechos humanos.

Pero ha bastado que la FIFA amenace con sacar tarjeta amarilla a quién porte el brazalete para que todos hayan desistido. Es lo que tienen las convicciones firmes, que si te asustan, las ignoras.

 


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