Editorial del 17 de noviembre de 2015

La cancelación del partido amistoso entre Bélgica y España es otro triunfo de los asesinos de París, que sin embargo, es lógico que se haya decidido.

Uno de los detenidos en Bruselas ha confesado -aunque podría ser mentira- que condujo el pasado sábado al terrorista que salió vivo de París, Salah Abdeslam, a las inmediaciones del Estadio Rey Balduino, donde esta noche debía celebrarse el encuentro entre belgas y españoles.

El hombre más buscado por la policía europea es hermano de uno de los terroristas que se reventó en París con un cinturón de explosivos, y él mismo podría estar fuertemente armado. Las fuerzas antiterroristas temen que intente morir como su hermano, como mártir por la causa.

A Abdeslam se le continúa buscando en el barrio musulmán de Molenbeek, en Bruselas, un distrito en el que viven cerca de 70 mil personas. Localizar a un individuo entre miles de personas no es fácil, sobre todo si, como parece, los servicios de inteligencia tienen enormes dificultades para penetrar en el mundo encriptado y hermético del yihadismo.

Aunque Hollande y Europa hablen desde hace 2 días abiertamente de guerra y de destruir al Estado islámico, lo cierto es que una cifra indeterminada de fanáticos asesinos en potencia no están en Siria sino aquí. Esa es otra guerra de la que se habla menos. Y es la que nos mata aleatoriamente en las terrazas de una cafetería cualquiera.


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