Editorial del 14 de noviembre de 2013

Esta mañana ha empezado el juicio por soborno y tráfico de influencias al ex presidente de la República Federal de Alemania, Christian Wulff, perteneciente al mismo partido de Angela Merkel y auspiciado por ella a la jefatura de la República en el 2010. Dos años después de su nombramiento, Wulff se vio obligado a dimitir.

El delito que le imputa la fiscalía alemana consistió en dejarse invitar por un empresario cinematográfico a la fiesta de la cerveza de Baviera, pagando viaje, hotel y guardería para su hijo pequeño. Cifra del dispendio: 510 euros, que se suma a otra cena de 200 euros de agasajo al presidente, y otros 3000 por visita a las carpas de la fiesta bávara. En resumen, 3.710 euros acreditados, con cuyo gasto el empresario esperaba conseguir el favor del presidente Wulff para hacer algún negocio.

Ahora que sabemos la razón del juicio al exjefe del Estado Alemán, y la cuantía del presunto soborno, estaría bien que nos preguntáramos si lo que nos diferencia de Alemania es solo su enorme capacidad de trabajo y productividad. Que comparen también la ética de sus dirigentes con los nuestros y la capacidad de la justicia para llevar ante ella a quién sea, del primero al último alemán.


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