Editorial del 20 de septiembre de 2010

España a veces puede ser mezquina, tacaña o, lo que es peor, indiferente, ante la muerte de personalidades relevantes. Otras, España es país de grandes entierros: honras y fastos para despedir a quienes olvidó mientras estuvieron vivos. Y, a veces, las menos, encuentra la medida justa para decir adios a las personas públicas que dejan hueco en la memoria y el corazón de la mayoría. La despedida a José Antonio Labordeta está siendo grande, honda, sentida y hermosa. Es un movimiento de abajo a arriba que ha ido contagiando a todas las autoridades y todos los medios. Empezando por las decenas de miles de aragoneses anónimos que han pasado ante su féretro, y acabando por el rey, que también pronunció ayer su homenaje personal. La mujer y las hijas de Labordeta manifestaban esta mañana su gratitud por el enorme cariño que están recibiendo desde todos los rincones.

En JELO no dejamos de pensar en lo que Labordeta diría si pudiera ver por un agujerito lo que su muerte está provocando. Probablemente él sería el primer sorprendido porque era de esos personajes irrepetibles que cuando escuchaba elogios, solía mirar hacía atrás por si era otro el receptor de los mimos. Le disfrutamos como gabinetero hasta hace un año, así que está en todos los archivos de este equipo: en el sonoro, a disposición de quien quiera, por cierto, en ondacero.es, y, sobre todo, en el del corazón.


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