Divertinajes.com, 20 de enero de 2005

Martín Cué

La discusión entre los paisajistas en occidente es ya tan antigua como el jardín mismo, y llegó en su forma más exacerbada a la bifurcación moral, y por tanto, estética, entre el jardín afrancesado y el inglés. Si el primero, con su sistema de setos, vallas, emparrados y parterres daba lugar a un paseo, una promenade en los que la nobleza tenía el teatrillo perfecto para exhibir sus galas, el británico, con su reproducción de la naturaleza más amable, era lugar para el solaz y también para una cierta intimidad que excluía el exhibicionismo de los paseantes que el modelo francés ofrecía. Desde otro punto de vista se encontraba el orden francés, geométrico, frente al caos inglés, natural. Pero los defectos del primero fueron pronto descubiertos, puesto que tenía una tendencia innata a la uniformidad que fue rota con el parterre, la colección en apariencia uniforme de elementos diversos, que lo redimía de su pecado original. Otro tanto ocurrió y ocurre temáticamente en la televisión, donde el modelo euclidiano francés ha dejado paso al bosque y la ordenada pradera inglesa, que ofrece más variedad real, frente a la variedad aparente. En términos catódicos estos se traduce en la fragmentación, como la vida misma, de lo ofrecido en programas contenedores que en sí son microespacios que a su vez son partidos por las constantes interrupciones de invitados, actores o imágenes, con la intención de dar una sensación de inmediatez, de velocidad, que captura la atención y no deja margen para el pensamiento. Tan sólo importa la recepción del mensaje rápido y concreto que se expresa en esos minúsculos tiempos de coherencia continuada, convirtiendo los programas en ensaladas de variados gustos, parterres de plantas de diversa temporada, macedonias de frutas propias y exóticas.

No es la primera vez que aquí se menciona la impresión que dio el observar la conversación entre Julia Otero y el entonces candidato a la presidencia del Gobierno José Luis Rodríguez Zapatero, pocos minutos antes de ser entrevistado en el programa que ésta tenía en TV3, de nombre La Columna, y que un documental de Canal + se encargó de recoger. Zapatero le contaba a la Otero que la percepción máxima, el grado de atención que en la actualidad tenían los espectadores no superaba los nueve segundos y que, por tanto, en demasiadas ocasiones, los políticos se veían obligados a lanzar el dardo envenenado, el demagógico eslogan o la frase maliciosa, todo por captar la atención del espectador que era fugaz, por mor del medio, y esto sin decirlo, del mando a distancia, cosa que la propia Otero asentía con gratitud pues se prometía una entrevista ágil, siempre de agradecer.

La columna se injertó en TVE en forma de Las Cerezas un programa de entrevistas, implícitamente descrito entre estas líneas, y que a pesar de sus modestísimos índices de audiencia y su alto coste, es un programa de referencia, algo "que hay que ver" para estar instruido e informado, que hace agenda y que sin duda cumple con lo que debe o debería ser la televisión pública en cualquier país. En la última de sus emisiones Otero entrevistaba a Gaspar Llamazares, sentado al lado de Bibiana Fernández, y le preguntaba al hombre de IU si la gente de la izquierda no era un poco "plasta". La respuesta fue atinada, y Llamazares aseguró que la izquierda histórica siempre había tenido un cierto sesgo didáctico, y que a la hora de explicar problemas complejos, esos que afectan a toda la sociedad, se necesitan explicaciones largas que no podían resumirse en un eslogan o una frase hecha. Sin citarlo, reconocía la necesidad de los ya citados "nueve segundos", en un programa que en sí mismo era un ejemplo de eso mismo. El bueno de Llamazares, parlamentario afilado donde los haya, y si no véanse las actas del Congreso en los últimos años del aznarato, se vio interrumpido en su discurso por las preguntas que iban haciéndose al alimón, a los que se sumaban los microrreportajes de los colaboradores, las preguntas (falsas) de los supuestos espectadores, y una intervención de humorista disfrazado con patetismo de Fidel Castro. En definitiva, una ensalada, un salto constante de tema y de concepto, y eso sólo en los primeros minutos del programa, que por otro lado, es bien entretenido y necesario.

Ni que decir tiene que esta estructura se repite a lo largo de la televisión hispánica con profusión. Lo más plus fue el introductor del modelo desde el quiropráctico japonés de la primera época a los Javier Coronas y Joaquín Reyes que interpreta al carpetovetónico personaje de Roberto Picazo, a lo que hay que sumar la microentrevista que se introduce dentro de la entrevista principal, con un invitado al que no se le dan más de diez minutos de estancia ni más de cuarenta segundos de respuesta.

Las mañanas de la emergente Ana Rosa Quintana y de la veterana María Teresa Campos se mueven en términos parecidos con la sucesión de tertulias con personajes (que no personas) cuanto más dispares y extravagantes mejor, reportajes sensacionalistas, crónicas de sucesos y debates políticos protagonizados por periodistas, cosa que debería de ser una contradicción en términos, en lo que prima es la algarabía (técnica bien conocida en los programas nocturnos para llamar la atención) al argumento.

Ni que decir tiene que la noche viene a ser lo mismo. Ni el cada día más engreído Sardá (la narración de Javier Pérez de Albéniz en el diario El Mundo dejaba pocas dudas: "Sardá se deja llevar por la soberbia y abre su programa del lunes con un gráfico en el que muestra las audiencias de la semana pasada. "¿Con esta curva cómo coño vamos a dejar de hacer el programa?", aúlla el tirano desde su pedestal fingiendo trascendencia.", ni el renovado Wyoming ni el curtido Buenafuente se libran de esa superstición de lo corto, lo inmediato, lo fugaz, que acaba por llevar a lo intrascendente, pero más el primero que los otros, también debe ser dicho. La hora no permite otra cosa que un entretenimiento liviano, una sonrisa bien presentada, y un buen sabor de boca antes de irse a la cama.

Pero nadie se libra. Ni Redes cuya modernidad se trató ya en estos jardines, de la búsqueda de una inmediatez que permita la reflexión, cosa que sin duda, debe de pertenecer al pasado, como tampoco lo hace Estravagario del bueno de Javier Rioyo, que se permite hasta incluir actuaciones musicales.

No existe el programa orgánico, único, temático, puesto que en la sociedad no existe la reflexión, sólo la inmediatez.

El DVD, que como saben, está salvando a la televisión de su falta de permanencia, que no de olvido, ha traído un gran ejemplo que merece ser reseñado, que es el de la edición de los programas A fondo que dirigía y presentaba en los setenta y principios de los ochenta Joaquín Soler Serrano. El primero de esta larga colección, de un impresionante valor documental, está dedicado a Jorge Luis Borges y en el se incluyen dos entrevistas realizadas una en 1976 y otra 1980. La primera duraba 90 minutos. La segunda, tan sólo, 67. ¿Se imaginan un programa de entrevistas, a fecha de hoy, en la que hubiese dos personas hablando, plano-contraplano, durante hora y media? Todos hemos cambiado, y la lectura del medio, de la televisión en sí misma ya es completamente distinta. Esas veleidades del pasado, fruto de la televisión única, han quedado como reliquias para documentalistas, admiradores sin condición, nostálgicos de un mundo inexistente en la que la televisión, y con ella buena parte de nuestra libertad, cultura y conocimiento habrían desaparecido o seguir siendo, como entonces, inaccesibles.

Quedo a su disposición.


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