La Razón, 25 de julio de 2003

Juan Antonio Tirado

Julia Otero tenía todas las condiciones para haberse convertido en un hermoso icono televisivo, sin alma, pero con sonrisa seductora y unas poderosas piernas fabricadas a la medida de cualquier minifalda. Debutó en TVE cuando era todavía una rubia veinteañera, tocada por la gracia mediática, en un concurso para toda la familia que antes había presentado Isabel Gemio. Aquel «Tres x cuatro» fue su trampolín hacia la popularidad, pero pudo ser también la trampa que la encerrara en una cárcel de apariencias envenenadas, en ese fangal que con el tiempo ha dado en llamarse televisión basura.

En momentos bonancibles, la Otero, bella por dentro y por fuera, supo hacer mudanza y cambiar el juguete eléctrico de la tele por ese aparato mínimo, parlanchín y a pilas que es la radio. Allí donde antes reinaban las curvas y redondeces de su cuerpo, ahora se imponían las palabras con intención, la ironía y los desnudos de la inteligencia. Aun así, Julia combinó en variadas ocasiones la radio con la televisión, pero sin vender nunca su alma al diablo del share. En las últimas temporadas, cuando la radio la despidió, pese a ser la número uno de la tarde, se tornó princesa televisiva y autonómica, y se ha hecho fuerte en su columna catódica, donde ha demostrado que televisión e inteligencia no tienen por qué ser necesariamente enemigos. El verdadero talento de Julia Otero está en haberse sabido mantener en la peligrosa raya entre la frivolidad y el rigor, sin sacrificar lo profundo a lo aparente, ni renunciar a su hermosa sonrisa de comunicadora para todos los públicos. Ni en lo personal, ni en lo profesional ha sido el suyo un camino de rosas, pero su caso es un buen modelo en un tiempo en que cualquier adalid de la progresía, llámese Sardá o por el estilo, está dispuesto a echar por la borda su currículum a cambio de la correspondiente dosis de dinero y «glamour».


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