Don José, protagonista del último libro de Saramago, atraviesa la novela "Todos los nombres" buscando la identidad de una desconocida ya fallecida. o sea, doblemente muerta. Por no estar entre los vivos, pero, sobre todo, por carecer de nombre. Recrea el escritor portugués, a través del trabajo de su personaje en el Registro Civil, cómo los muertos y los vivos conviven en estantes vecinos e intercambiables puesto que la muerte no deja indefinidamente olvidado a nadie en el mundo. Las cosas existen cuando las nombramos, las personas cuando tienen identidad. Por eso es escalofriante el informe anual de Unicef, difundido ayer. Al menos cuarenta millones de niños en el mundo son pobres hasta el extremo de carecer, incluso, de existencia legal. Ningún certificado de nacimiento acredita su llegada al mundo, así que nadie se ocupará de que no lo abandone. En países como Angola, Camboya, o Costa de Marfil, prácticamente ningún recién nacido tiene un documento legal que le proteja del anonimato y, por tanto, de los depredadores.
Esos niños invisibles del tercer Mundo, que nacen sin dejar huella en registro alguno, jamás podrán recibir una vacuna, ni matricularse en un colegio ni ser tratados en un centro sanitario. Un simple cacho de papel es la frontera, ya de por sí sutil en esos países, entre la vida y la muerte. Saber que 800.000 menores de cinco años mueren al año de una enfermedad como el sarampión y que otros 11 millones fallecen por causas que a nuestros hijos les tienen en cama apenas unos días es la prueba más evidente de nuestro fracaso como especie.
Mientras unos graban en collares de plata el nombre de sus perros, otros mueren como niños.
Julia Otero
Periodista