Uno de los trucos más socorridos del cine de terror es convencer al espectador de la bondad de un personaje que, en el último momento, traiciona miserablemente la esperanza en él depositada. Descubrimos que él es el asesino al mismo tiempo que el protagonista-víctima, o sea demasiado tarde y cuando ya no tiene remedio.
Algo parecido ocurre cuando procesan o condenan a un juez. El cuerpo social tiene estómago para digerir casi todas las corrupciones. Que chanchulleen los políticos, estafen los financieros, amenacen los secretarios de Estado, mientan los periodistas, maten los que deben defendernos, robe un director de la Guardia Civil, nos explote el patrón o nos despida si estamos embarazadas... No es que contemos con ello, pero como dice un personaje del último Vázquez Montalbán, es difícil ser idealista rodeado de tanta realidad.
Sin embargo, el estómago social tolera peor al juez corrupto porque la indefensión del inocente es la más intolerable de las situaciones.
No sé cómo acabará el juez Gómez de Liaño (hoy deciden si suspenderle o esperar a que se vean sus recursos), pero el sólo hecho de su procesamiento por delitos tan graves como el de prevaricar, estremece a cualquiera. Porque vamos a ver, si los acusados-acosados por el juez Gómez de Liaño en el tema Sogecable no hubieran sido poderosos además de inocentes, ¿qué habría pasado?. Olvidemos lo obvio, que unos son más iguales ante la justicia que otros que no pueden defenderse, y quedémonos con la única lectura positiva: el hecho de que sepamos que hay jueces delincuentes o presuntos es la prueba misma de que la mayoría lo son.
Julia Otero
Periodista