Cuando se anuncia la subida de la gasolina muchos ciudadanos no dudan en soportar largas colas para ahorrarse una cantidad que no siempre alcanza para tomar un café. No es extraño, pues, que esas personas se indignen al saber que, cada vez que llenaban el depósito, el propietario del surtidor podía pagarse con la sisa un bocadillo de jamón del bueno. Pero, seamos sinceros, ¿nunca nadie había sospechado que algo así estaba ocurriendo?

Sisar será fea costumbre pero forma parte de nuestra cultura. Incluso hubo un tiempo en que los vendedores de cosméticos cobraban la sisa. Así se llamaba el impuesto a base de escatimar algo en el peso. Lo que un día fue legalmente admitido es hoy tácitamente tolerado con una sola condición: que no nos enteremos. Y no olvidemos que éste es el único lugar del mundo en que la picaresca tiene hasta una buena tradición literaria.

"Un kilo bien pesado", dice el carnicero o la charcutera al retirar nuestro pedido de la báscula, como si nos hiciera un favor o, lo que es peor, una excepción. "Haremos tal cosa", aseguran los políticos en campaña y les votamos sabiendo que nos van a sisar por todas partes. Sisa (a veces) la empleada de hogar a los señores y ellos (siempre) a todos sus empleados. ¿Y las comisiones de los bancos? Sisa debe ser porque, en mi ingenuidad, presumo que de tratarse de algo más grueso no estaría permitido. En fin, la publicidad hincha lo que la realidad nos defrauda. En ese juego consentido y oculto discurre nuestra vida cotidiana. Por eso, cuando alguien investiga lo que ya presentimos y nos cuenta la verdad no tenemos más remedio que fingir asombro y exigir responsabilidades.

Julia Otero
Periodista


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