Artículo publicado en el diario El Mundo el 3 de noviembre de 1998
Texto: Francisco Umbral

Hase producido la otra noche una entrevista de televisión donde la señorita Julia Otero le hacía al candidato señor Borrell una profusión de preguntas políticas, todas ellas respondidas con precisión y soltura por el político socialista, de modo que iba saliendo una entrevista muy ajustada y de buen nivel periodístico. Hasta que la señorita Otero, de pronto, pegó el bajón desde estos niveles a los desniveles ínfimos de Tómbola:

- A propósito de usted, señor Borrell, se habla ya del «poder rosa», por la particularidad de las gentes que está reuniendo en torno suyo.

Seguramente la pregunta estaba mejor formulada, pero lo que venía a decir -la locutora lo explicó en seguida- es que en el hipotético Gobierno del señor Borrell hay muchos o algunos homosexuales. Borrell contestó muy bien a esta insólita pregunta, con precisión en los conceptos y naturalidad en la forma. «Yo no soy homosexual». Pues naturalmente que en una democracia puede hacerse todo tipo de preguntas, pero hay algunas que, por el mero hecho de formularlas, expanden su poder de difusión, dejan la duda en el aire -sobre todo, para quien no se la había planteado- y manchan a los interrogados con intención de magnicidio y bajo la apariencia de diálogo abierto y progre. Porque, como muy bien respondió Borrell, la vida privada de un ministro no afecta en absoluto a su política.

Ha habido en este país otros intentos recientes de acabar con un prestigio mediante tal insinuación, porque el tema de la homosexualidad, en nuestro triste trópico, ay, todavía sigue siendo sagrado, tabú y decisivo. Pero debiéramos saber por experiencia cercana que el truco no funciona y que los tres meses de la vida política que se le dan a un «acusado» pueden transformarse en trescientos de prosperidad. Sin embargo, la señorita Otero ha vuelto a usar la trampa, por si las flais.

Lo dijo Jean Cocteau: «Soy de la raza de los acusados». La raza a que aludía ha dejado de ser una raza de acusados incluso en España, y por eso nos perplejiza que una periodista tan al día como la Otero haya descendido al nivel marbellí de Tómbola para rodear a su entrevistado. Sólo la voluntad luchadora y abierta del candidato ha podido soportar tal pregunta (que sin duda conocía previamente) y contestarla sin perder la sonrisa. No es una inquisición grave ni eficaz políticamente, ya está dicho, pero es, en cambio, de una pobreza periodística que rebaja a niveles tercermundistas el periodismo más ambicioso, como parece ser el de esta dama. Dudamos de que ella, desde un feminismo spice, aceptase otras preguntas, las que se le pueden hacer a cualquier ser humano, y mucho menos que las contestase con la templanza de Borrell. Quizá la «pregunta rosa» se hizo por aliviar el rollo, con vistas a la audiencia más ágrafa, forjada en el escándalo fácil y la insinuación maleva, según la escuela de las varietés, el viejo revistón, el Teatro Calderón o El Molino de Barcelona.

No sabíamos que Julia Otero trabajaba al nivel de Susana Estrada, pero parece que sí. Hase producido una pregunta infame y ociosa a un hombre que puede ostentar la supremacía de la nación. ¿Es esto periodismo democrático? Es más bien la vuelta a una picardía franquista. Pero Borrell se escapó, claro.


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