Manuel Delgado

Yo llegué a creer que no era posible decir otras cosas en un medio de comunicación de masas. Ya no cosas «fuertes» o «raras», sino sencillamente «otras cosas», es decir cosas de otro tipo, dichas de manera distinta a la única que parecía asumible por parte no tanto de los poderes políticos y mediáticos, sino de un «gran público» ávido de escuchar sólo obviedades, tópicos y trivialidades, lugares comunes planteados invariablemente de una forma boba.

Me equivocaba. A lo largo de ocho años Julia Otero demostró, tarde tras tarde, que se podía ocupar una franja horaria de privilegio con una radio que daba que pensar, y que podía contar para ello con la complicidad de un público masivo encantado de que le tratasen como una colectividad inteligente.

Pensé entonces que a los poderes que tan frecuentemente eran zarandeados en «La radio de Julia» cada tarde tanto les daba, que si el asunto daba negocio y producía audiencia esas instancias de poder estarían dispuestas a tragar con cualquier cosa. Que la libertad de expresión no estaba limitada por intereses políticos, sino por las leyes del mercado.

También me equivocaba. A ellos, los de siempre, los de arriba, no les da igual que alguien diga de ellos por un altavoz lo que muchísimos piensan. A la mínima delatan quiénes son de verdad -que no es otra cosa que lo que eran antes de volverse democrátas- y qué es lo que opinan en realidad de los derechos de los que se proclaman defensores. Han callado las otras voces porque sólo son incapaces de entender y aceptar lo que ellos mismos dicen.


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