Editorial del 8 de marzo de 2011

Para conocer el nivel de desarrollo económico de un país, o su confort social o sus niveles de formación y competitividad, el termómetro más rápido es preguntarse por el papel de las mujeres. Ningún país desarrollado tiene leyes discriminatorias por razón de sexo. Ningún país subdesarrollado considera a sus mujeres ciudadanos de primera. Es una ecuación infalible.

En este día internacional de la mujer trabajadora, que coincide con las revoluciones árabes en Egipto, Libia y Túnez, habrá que preguntarse si los rebeldes que están luchando por su libertad incluyen también al 50% de su población que pelea estos días codo con codo con los hombres por el fin de la infamia. No es un camino fácil ni inmediato que las mujeres consigan en el islam un respeto como individuo que desde hace siglos se les niega en nombre de Alá, pero sería terrible que los que se han levantado para reclamar poder al pueblo, se olvidaran de la mitad de la población. O sea, todo por el pueblo pero sin la mitad del pueblo. O, lo que es peor, todo por el pueblo, pero contra la mitad del pueblo.

Algunos síntomas no son buenos. El actual ministro de asuntos religiosos de Túnez ya abogó hace unos días por levantar la prohibición de llevar velo en los edificios públicos. El dictador Ben Alí había combatido el hiyab como ropa sectaria sin tradición en Túnez. Es curioso que el primer derecho individual de las mujeres tunecinas que reconoce el nuevo poder sea “el derecho a llevar velo”. Vamos mal.

Como ha dicho la doctora NAWAL EL SAADAWI, la activista egipcia incansable, hay que separar política de religión. Esa es la clave. Y añade una obviedad que sin embargo hay que repetir, “las mujeres no pueden liberarse bajo ninguna religión porque en todas somos inferiores”.


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