Artículo publicado en El País el 19 de noviembre de 1999

Texto: Juan José Millás

Recuerdo perfectamente mi primera radio: una ampolla de vidrio con un pedazo de galena dentro. Pinchando aquel extraño mineral con una especie de punzón incorporado al artilugio se escuchaba una emisora u otra. A veces sólo se oían ruidos, pero eran ruidos cósmicos, misteriosos, como los que oía Dios antes de la creación del universo. Por la noche colocaba la galena debajo de la almohada y me dormía con la oreja sobre el auricular, narcotizado por las voces que misteriosamente entraban en mi cuerpo. No recuerdo ningún programa. Sólo el hecho de que, buscándole a la galena las cosquillas, la cabeza se llenaba de fantasmas a quienes día a día iba confeccionando pacientemente un cuerpo. Pensaba en mí mismo como en un sastre de cuerpos. Y puse en su hechura tal empeño que quizá por eso salieron tan seductores los descendientes reales de aquellos espectros de entonces. Fíjense en Gabilondo, en Fernando Delgado, en Genma Nierga, en Julia Otero, en Concha García Campoy... No podrían ser más atractivos o atractivas. Gracias a mí, aunque ellos no lo sepan.

Echo de menos en este aniversario que no se hable más de ese raro objeto denominado radio. La de galena era, si cabe, más incomprensible que un fax. Hacerla funcionar tenía algo de ceremonia vudú. Recuerdo haber hurgado en los intersticios íntimos del mineral de plomo buscando voces que procedieran de Marte o de la Luna. A ratos se colaban en el auricular palabras extranjeras y la excitación era la misma que si me hubieran lanzado un objeto incomprensible desde alguna dimensión paralela. Escarbar en las entrañas de la galena tenía también algo de ejercicio quirúrgico, como cuando estimulando una zona u otra del cerebro haces que el paciente hable en idiomas que no conoce o recupere el sabor de una naranja, aunque se esté comiendo una cebolla.

Todo eso, gracias a que la herramienta de la radio, el verbo, es el principio de la vida. A partir de la voz puedes construir un individuo desde los pies hasta la cabeza. Nuestras estrellas radiofónicas quizá no sepan que esos rostros tan interesantes que poseen han sido modelados por nosotros después de oírlas. Eso que nos deben.


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