COLPISA, 10 de junio de 2005

Esta semana concluyó la primera temporada de ‘Las cerezas’. La despedida se ha producido prácticamente entre la misma indiferencia que ha rodeado al programa desde su inicio. El magacín de Julia Otero sólo ha destacado por tres cosas: la palpable frustración de sus cifras de audiencia, siempre por debajo del 20%, habitualmente por debajo del 15%; la bronca sindical levantada en TVE por el excesivo coste del programa, inconcebible en una empresa cuyo principal problema es precisamente económico, y la reticencia general de la crítica ante un espacio que no ha aportado absolutamente nada nuevo al panorama televisivo. Siempre podremos hablar de la profesionalidad indiscutible de Julia Otero, del meritorio trabajo del equipo técnico o de la aceptable calidad de los complementos de ‘Las cerezas’ (el capítulo cómico, por ejemplo) para suavizar un poco el juicio y salvar, al menos, la honrilla de quienes han participado en esta aventura. Pero nada de todo eso servirá para ocultar el balance del programa, que no puede ser más triste: un patinazo de primera magnitud. Uno no puede llamar a una comunicadora de campanillas, pagarle un Potosí, presentar la cosa como el programa-bandera de una nueva etapa en la televisión pública y, después, inhibirse ante la renuencia de los espectadores. Todo el mundo puede resbalar, fallar el tiro, equivocarse en una apuesta; eso entra dentro de lo normal. Lo que ya no es normal es que el empresario, en este caso TVE, aplique el tópico de sostenella y no enmendalla y defienda lo indefendible contra cualquier evidencia y contra el sentido común. Esa soberbia de TVE al gestionar los problemas de ‘Las cerezas’ no ha hecho sino empeorar las cosas. Bien es cierto que la culpa de eso no la tiene Julia Otero. Lo que hay que cargar en el “debe” de la periodista son las insuficiencias del programa. De entrada, el abuso de exposición de la presentadora, vedette absoluta ante un público del que, sin embargo, se alejó hace tiempo; esto tiene su importancia, porque el divismo sólo funciona si previamente hay una comunicación intensa entre el público y el divo, y en el caso de la Otero no había tal. Después, el perfil particularmente “orientado” de los contenidos, que ha puesto en escena una visión muy limitada, muy reducida, de la sociedad española real. Tercero, la escasa imaginación a la hora de recuperar contenidos “de impacto” ante las malas cifras de audiencia, desde el célebre piercing en el pene hasta la aparición de Boris Izaguirre, condimentos poco compatibles con el concepto de “servicio público”. Por eso ‘Las cerezas’ ha sido un patinazo.


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