La Razón, 2 de junio de 2005

Cecilia García

Julia Otero no es de esas presencias televisivas que sustituye su rostro por una máscara cuando se encienden los focos. Oía a un hijo hablar de su padre y se percibía un sincero acongojamiento, con el pudor que acompaña a un entrevistador cuando escarba en la intimidad del entrevistado aunque cuente con su complicidad. Adolfo Suárez Illana eligió «Las cerezas» para hablar de la enfermedad de su padre, que le ha condenado a olvidarse de sí mismo cuando está en la mente de todos ahora que se habla de segundas y terceras transiciones. ¡Qué puñeteras paradojas tiene la vida!

La entrevista ganó más trascendencia –no por esa noticia, que no era tal, puesto que se sabía– sino por la dimensión humana del testimonio: ahí estaba un vástago que se enfrenta al declive de su progenitor, al que consideraba el ser «más poderoso del mundo» y ahora... Sin hacer ni un gesto, la cámara delató a Suárez Illana: su impotencia aplacada por la resignación, ese sentimiento de orfandad que le acompaña al convertirse en el padre de su padre, al que quiere proteger de chascarrillos e imágenes de su decadencia «porque era muy coqueto». La pantalla de televisión, que normalmente escupe artificios disfrazados de realidad, se llenó de verdad.

Julia Otero se apuntó un tanto periodístico. Juega a su favor que es una periodista con credibilidad. Sólo así se entiende, en un punto de inflexión de «Las cerezas» no demasiado afortunado, que le preguntase a otro de sus invitados, Ortega Cano, cuándo fue la última vez que hizo el amor con Rocío Jurado. Sin inmutarse, el diestro contestó: «Hace unas horas». ¡Qué hipocresía! Eso se lo pregunta uno de los periodistas callejeros con micrófono incorporado y le fusila con la mirada. Pero como era Otero... Todos tan contentos.


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