La Vanguardia, 1 de diciembre de 2003

JOSÉ LUIS DE VILALLONGA

Les decía la semana pasada que no hay nada que me irrite más que tener que cambiar el tema de mi crónica en el último momento. Hoy tenía de nuevo la intención de comentar los avatares que convierten la promoción de un libro en una aventura apasionante o en la repetición de una serie de anécdotas que se repiten año tras año sin que merezcan la pena ser recordadas. Quería yo realzar una vez más aquí la luminosa personalidad de la periodista que a lo largo de estos últimos años ha venido haciéndome las entrevistas más lúcidas, audaces y divertidas. Un encuentro cara a cara con Julia Otero significa, para el escritor que soy, correr el riesgo de que le pregunten por el significado exacto de una frase, escrita a veces a vuela pluma, pero que para la periodista tiene una segunda lectura en la que a veces no ha pensado ni el propio autor. “En la página 32, hablando de su relación con las mujeres –apunta Otero–, usted dice que sólo le encandila el misterio, lo desconocido, lo que está por desempaquetar.” Un corto silencio y comenta: “Es un poco la reacción de un niño cuando le regalan un juguete nuevo, ¿no le parece?”. Otro silencio, esta vez más corto, y vuelve a preguntar: “¿Somos acaso las mujeres como juguetes que sólo tienen interés cuando son nuevos?”. La pregunta, naturalmente, me deja unos segundos desorientado. Sin darme esta vez tiempo a contestar –Dios la bendiga–, ya me está recordando que en esta misma página del último tomo de mis memorias afirmo que soy una de esas escasas personas que admiten a cara descubierta que el sexo no ha sido nunca la principal preocupación de su vida. “Expláyese, por favor”, me conmina Otero con voz demasiado suave, fijando en mí esos ojos que de noche deben de ver con más claridad que los de un gato. Como no parezco dispuesto a explayarme, la Otero se vuelve irónica: “Pocos hombres se atreven a decir, como usted, que les interesa más conseguir la dirección de un buen sastre que el número del teléfono de una mujer esquiva. ¿Es por timidez congénita o por esa vergonzante altanería de la que hacen gala algunos hombres cuando se sienten acorralados?”. Y así hasta el final de la entrevista, con un público a mis espaldas que a veces aplaudía y otras se reía. Sólo conseguí descabalgar a la Otero durante breves segundos, cuando ya al final de la entrevista me dio pie a que le recordara que Felipe González se deshacía siempre en elogios y ditirambos cada vez que nos referíamos a ella. “Felipe –le dije– es uno de los muchos hombres que estamos secretamente enamorados de ti.” La niña que Julia nunca ha dejado de ser se sonroja protestando. Qué delicia. Qué hubiera dicho si yo hubiese añadido que para referirse a ella Felipe siempre acababa usando términos alimenticios –“está como un queso, está como un pan”–, que es la manera que tenemos algunos españoles de poner a una mujer por encima de los demás bienes terrenales.

La verdad es que me hubiese gustado comparar la entrevista de Julia Otero con la que me hizo al día siguiente, en Madrid, la gran María Teresa Campos rodeada de un importante personal que me recordó la exuberancia de los estados mayores de las películas históricas de corte napoleónico. Así como la Otero se lanza al ataque a cuerpo limpio con la obra del autor en la mano como única arma arrojadiza, la Campos lo hace rodeada de papelitos en los que lleva anotadas las páginas del libro sobre las que va a apuntalar su extenso y riguroso interrogatorio. Uno siente desde un principio que un solo paso en falso puede provocar el derrumbe de todo el edificio y que al escritor lo va a echar a patadas del plató el curioso saltamontes rubio de pata larga y corpiño de lentejuelas que parece estar al frente de todo el cotarro.

Todo esto me hubiese gustado describirlo en detalles. Pero desgraciadamente nos llegaron de sopetón las noticias turcas. Docenas de muertos y de heridos en los tremendos atentados contra los intereses británicos en Estambul. Sorpresa de los turcos y sorpresa también de los compinches de las Azores. Una vez más quedaba sobradamente probado que la estrategia islamista es infinitamente superior a la de los invasores de Iraq. Una de las grandes equivocaciones de los tres socios de las Azores consiste en creer que los que se oponen a sus andanzas militares no entienden nada del mundo occidental, cuando a todas luces ocurre lo contrario. Los islamitas nunca golpean a ciegas. En Bali le recordaron a John Howard que la alianza de Australia con Bush le iba a costar cara en vidas humanas. Los carabinieri italianos pagaron en Nasiriya las estúpidas bravatas de Berlusconi. A los saudíes, que parecían intocables, les ha costado mucha sangre la traición de su corrupta familia real. Canadá sabe que encabeza la lista de los que Al Quaeda hará rendir cuentas por su servilismo y Gran Bretaña entera, excluyendo a su primer ministro, sabe que seguirá en el ojo del huracán mientras no se retire del Golfo. En cuanto a los españoles, esperamos estremecidos el fatídico momento en el que tendremos que pagar por las bravuconadas del hombrecillo que de socio de Bush pasó muy pronto a ser el chico de los recados al que ni siquiera han invitado a Londres para cenar con la reina.

Tanto Bush como Blair siguen pretendiendo que la resistencia iraquí sólo supone los últimos coletazos de una guerra de guerrillas “a la desesperada”, cuando resulta cada día más evidente que quien va a acabar batiéndose en retirada a “la desesperada”, como en Vietnam, será el Ejército norteamericano, que ve morir día tras día a tres o cuatro de sus “boys” desde que comenzó la posguerra.

Oigo decir que el financiero Georges Soros ha decidido acabar con Bush poniendo en la balanza todo el dinero que sea necesario. Si le viniera a faltar, que abra una suscripción. Yo seré uno de los primeros en hacerle llegar un talón en acuerdo con mis posibilidades.


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