Artículo publicado en El País Semanal el 29 de agosto de 1999
Texto: Almudena Grandes

El final del verano siempre significa un nuevo comienzo. Eso predican al menos las grandes compañías comerciales, que han convertido septiembre en el mes de las ofertas a largo plazo. Éste es el momento ideal para emprender cualquier cosa, un oficio por correspondencia, un curso de idiomas o una enciclopedia en fascículos. Mientras sombrillas y bañadores destiñen en nuestra memoria, nos apuntamos a un gimnasio, nos matriculamos en una autoescuela o nos proponemos ir al cine sin falta una vez a la semana. Son fórmulas más o menos torpes, pero eficaces para maquillar la terca condición de la realidad. Lo cierto es que el final del verano significa solamente un final. Más allá está la rutina de todos los días, que no puede volver a comenzar porque ha sobrevivido en buen estado al paréntesis de las vacaciones.

Para mí, sin embargo, el adverbio "siempre" no significa este año exactamente lo mismo que el año pasado. En la rutina del tiempo que me espera a la vuelta de la esquina falta una pieza importante, que alterará el ritmo de algunos días laborables. Ya no saldré de casa a media tarde para intervenir en un programa de radio dirigido por Julia Otero que ha sido también un poco mío durante seis años enteros, de septiembre a septiembre. Ese programa ya no existe, porque la realidad es terca, y la gente temible siempre resulta ser verdaderamente de temer, y sobrevive en buen estado entre cualquier clase de paréntesis.

La radio de Julia, y ahora lo puedo decir sin parecer sospechosa de nada, excepto de náufraga sentimental, que es exactamente como me siento, era un excelente programa de radio. Abocado a las tardes de las amas de casa y los opositores reincidentes -por si todavía no se habían dado cuenta, ninguna emisora española ha confiado jamás a una mujer el primer programa de la mañana, que suele considerarse como el más prestigioso e importante-, sus cuatro horas de duración rehuían los concursos, la exégesis de la prensa rosa, los vademécum domésticos, y esos flagrantes atentados contra la intimidad de los más desfavorecidos que suelen bautizarse como "historias de interés humano" para albergar secciones de opinión y crítica, trufadas con algunos de los más saludables, originales y divertidos espacios de humor de la radio española. Era un programa serio, que trataba de temas serios -también de política- y en el que los colaboradores expresaban su opinión sin cortapisas de ningún tipo. Como esta última afirmación merece un subrayado, voy a subrayarla: sin cortapisas de ningún tipo. Ya sé que suena a mortalmente aburrido, pero lo cierto es que fuimos los líderes de audiencia imbatibles de la tarde durante seis años enteros. Esto ya ni siquiera necesita subrayado.

Y en éstas, como la condición de la realidad es terca, Telefónica compró Onda Cero. Y, por supuesto, sacó sus conclusiones. La gente temible siempre es de temer, y, por eso, antes de nada, nos fumigaron sin contemplaciones. La audiencia no es lo único importante, dijeron, y tenían sus razones para hacerlo. Un programa situado en la cumbre del éxito, con más ofertas publicitarias de las que puede sostener, no tiene por qué ser rentable. Desde luego. Sobre todo si una empresa ha comprado una cadena de radio para transmitir la imagen de la realidad que le interesa a sus dirigentes, y no la que hombres y mujeres libres contemplan a su alrededor con sus propios ojos. Desde ese punto de vista, nosotros no éramos rentables. Y a mucha honra.

Ahora, todo este ruinoso equipo está en la calle, y ahí va a seguir como mínimo un año entero porque -Al Capone no lo habría hecho mejor- Telefónica se ha cuidado de cargarse La radio de Julia en pleno agosto, cuando ya está cerrada la programación de otoño de todas las cadenas. Pero nosotros no hemos perdido más que ustedes, fueran o no oyentes del programa. Se ha extinguido un espacio de opinión en libertad, y quedaban pocos. Por eso, cuando recorran el dial y escuchen exactamente lo mismo en todas las emisoras, cambien de compañía telefónica. Ese consuelo, al menos, no se lo va a quitar nadie.


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