Editorial del 12 de enero de 2017

Llamar cutre a un periodista, mandar callar a otro, meter a Dios en medio de su fanfarronería. El mundo se prepara para la inminente presidencia de Donald Trump con el corazón encogido y las bolsas tiritando.

Preocupado está el director general de la OTAN, los 20 millones de norteamericanos que habrán tenido asistencia médica apenas unos meses, el Gobierno mexicano al que amenaza con pagar la valla que Trump va a construir, las empresas norteamericanas que no se plieguen a sus exigencias y todas las cancillerías europeas, sean de derecha o izquierda.

Sólo el presidente de la Federación Rusa, Vladímir Putin, fue tratado ayer por el próximo inquilino de la Casa Blanca con auténtico guante de seda.

El mundo en manos de esa complicidad entre Trump y Putin, que se respetan y hasta puede que se admiren, será un mundo forzosamente distinto al que hoy reconocemos. Donald Trump va a resultar paradójicamente el único político que cumple sus compromisos cuando el mundo tenía la esperanza precisamente de que sólo fueran fanfarronerías propias de cualquier campaña electoral.

Hay una lectura interesante en todo esto. A menudo, los gobernantes alegan que no pueden tomar las decisiones que desearían porque la política está sujeta a la economía global, a la globalización en general. Trump demostraría que el poder sí puede usarse, que ningún gobernante está atado de pies y manos cuando tiene determinación. Al menos, si ese presidente es el de EEUU.


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