Editorial del 24 de junio de 2016

Los ingleses han escogido la madrugada de San Juan para poner el petardo-bomba más grande al proyecto europeo.

Cuando salía el sol y la Europa del sur celebraba en las playas del mediterráneo el fin de la noche más hermosa, los hijos de la Gran Bretaña acababan el recuento y daban una patada a la Unión.

En realidad, más que los hijos, han sido los abuelos británicos los que han condicionado el futuro de sus nietos, que en su inmensa mayoría querían quedarse en Europa. Junto a esa brecha generacional muy elocuente hay muchas otras.

La que se abre entre los diferentes reinos del paradójicamente llamado Reino Unido. Escocia, por ejemplo, votó no a la independencia hace un año, amenazada con ser expulsada de la Unión europea.

Un año después, pese a votar ellos mayoritariamente por quedarse, son sus vecinos ingleses los que les han traicionado. La primera ministra escocesa ya está pidiendo un nuevo referéndum, claro.

En el continente, hay miedo a lo desconocido en las cancillerías mientras la extrema derecha está celebrando el Brexit y pidiendo para sus países el mismo camino de salida.

Todos los Le Pen europeos han descorchado champagne, mientras las Bolsas y el Ibex en particular han abierto las sales para recuperarse de un susto que tardará en pasar. Y luego está Cameron, el tipo que pasará a la historia como el villano europeo.

Añadamos que Donald Trump está feliz por lo que considera “grandioso gesto de los ingleses” y tenemos un panorama que solo puede dejar indiferente a los insensatos.

Eso sí, no faltan los que consideran que esto es una oportunidad para afianzar lo que queda de Europa. Habrá que gestionar los restos del naufragio.


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