Editorial del 18 de diciembre de 2014

“El día que reciba alguna presión del gobierno, me iré a mi casa”. Lo dijo el Fiscal General del Estado, Eduardo Torres-Dulce hace meses y hoy se ha ido a su casa. Esgrime razones personales, un clásico que goza de la misma credibilidad que un ratón colorado o un perro verde.

Torres-Dulce no hizo lo que el gobierno esperaba ante la consulta del 9N en Cataluña. De eso se habla mucho. Pero tampoco paró la instrucción de los papeles de Bárcenas ni del caso Gurtel, y eso sí es imperdonable para los que sufren las consecuencias políticas, hoy, y electorales, pronto.

No hace ni un mes el exfiscal general dijo en el Congreso que “nunca iba a tolerar que el gobierno le dijese lo que tenía que hacer porque sería un delito”. Lamentablemente, Torres-Dulce era más vulnerable de lo que presumía: no ha sido capaz de resistir pese a que el ejecutivo anterior cambió la ley para que ningún gobierno pudiese destituir al titular del ministerio público. Si aún protegiéndole la ley, tira la toalla, ¿dónde está la fortaleza e independencia que se le suponía?


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