Editorial del 2 de noviembre de 2011

24 horas después de que se conocieran los planes de Papandreu sobre el referéndum, las reacciones se dividen en 3: el blanco, el negro y el gris.

El blanco vendría a ser la reprobación al gobierno griego por veleta, falto de palabra, irresponsable y homicida del euro y de Europa. Los griegos, esos desagradecidos a los que habría que abandonar en la cuneta.

El negro es la indulgencia plenaria con Papandreu: al fin un gobernante europeo quiere preguntarle al pueblo su opinión y está dispuesto a correr el riesgo de ser contrariado en sus intenciones. Estos, citan a Islandia como referente. Con un par, dicen.

Y luego está el gris. Lleno de incertidumbre y duda. Por un lado, se comprende el vértigo que siente un presidente al aceptar unas condiciones que sabe muy duras para los suyos. Quiere tomar esa decisión acompañado del permiso popular. Pero, hace una semana no pensó lo mismo. O sea, se puede traicionar a unos u a otros, a todos, no. Mejor irse a casa. Igual es lo que quiere.

Pero luego, (recuerden que estamos en los grises), nos asaltan preguntas: ¿qué democracia es la que teme la opinión de la mayoría? ¿Es mejor proteger a los ciudadanos de sí mismos quitándoles la prerrogativa de opinar? Igual el futuro es una nueva era de despotismo ilustrado: todo por el pueblo pero sin el pueblo. Y última pregunta, eso que hoy se exige a los ciudadanos griegos, que se callen y acepten, ¿les parece aplicable a sí mismos a los ciudadanos franceses, italianos, belgas, alemanes, españoles?


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