Editorial del 21 de octubre de 2011

Cuando a los periodistas de nuestra generación nos preguntaban qué noticia nos gustaría dar, había una respuesta tan previsible como improbable, “el fin de ETA”. A fuerza de décadas pasadas, muertos enterrados y engaños alevosos y miserables de la Banda, el deseo parecía inalcanzable.

Ayer tarde, tras horas de tensa espera del comunicado, porque sabíamos en las redacciones que era cuestión de minutos, ya suponíamos que las reacciones serían diversas.

La del presidente del Gobierno coincidió con la del líder de la oposición, y la del candidato del PSOE. O sea empezamos bien, el fantasma de la influencia preelectoral, se conjuró pronto, solo una hora después de conocido el comunicado. ETA lo dejaba, sin ninguna concesión política. Era el mensaje más importante y lo dieron rápido y eficazmente.

El resto son opiniones en los márgenes: y ahí puede incluirse tanto a los que niegan todo avance –que aunque parezca imposible, los hay- como a los que se entregan al optimismo sin matices. Incluso, un tercer grupo –escaso y patético- que parece lamentar lo que la mayoría sana estamos celebrando desde ayer.


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