Editorial del 28 de abril de 2011

Ana María Matute ha recibido, al fin, su premio Cervantes. Ya era hora. Le ha costado 84 años, una carrera literaria incuestionable -a veces más valorada fuera de España que aquí- y una vida intensa, heterodoxa, valiente. Ella nunca fue una mujer “recortada” como lo fueron a la fuerza casi todas las de su generación. Me contaba no hace mucho que mientras su hermana debía ir al cine acompañada con algún familiar cuando salía con su novio, ella regresaba de madrugada a casa y le llevaba el periódico a su padre. ¿Cómo consiguió esa libertad en aquellos años oscuros? Le pregunté y respondió, pues “tomándola”. Yo nunca pregunté lo que podía hacer. Lo hacía.

Su discurso esta mañana en el paraninfo de la universidad de Alcalá de Henares ha sido un fabuloso cuento, el relato de su vida. Escribió su primer cuento a los 5 años, su padre firmó los primeros contratos editoriales porque era una niña cuando Destino empezó a publicar sus relatos, se casó con un vividor de buena familia que arruinó su cuenta corriente, huyó a Estados Unidos porque España la asfixiaba, le quitaron a su hijo porque a ver quién se atrevía a separarse a finales de los 50... Y escribió relatos, cuentos y novelas cuya arquitectura es en si misma un homenaje a la imaginación más desbordante. Muchos escritores lo son por haber sido sus lectores.

Ana María Matute estará hoy feliz aunque, como de costumbre, considerará que no es merecedora de tanto honor. Y sobre todo, se habrá quitado un peso de encima. No le gusta hacer discursos ni ser el centro de atención. Hoy le ha tocado y nosotros lo celebramos de todo corazón.


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