Editorial del 2 de junio de 2009

Aunque todo el mundo sabía que estaba a punto de ocurrir, no deja de impresionar la noticia, cuando se ha hecho realidad hace un rato. La General Motors, la empresa que dió trabajo en los buenos tiempos a 600.000 norteamericanos, ha presentado suspensión de pagos, seguramente la mayor de la historia de una empresa industrial.

El gigante americano sigue fabricando 20.000 coches diarios, que sin embargo no encuentran salida en un mercado que ha dado la espalda a esos grandes cacharros. Es verdad que aquellos cochazos que forman parte de la memoria de todos, los Cadillac o Chevrolet, consumen tres veces más gasolina que cualquiera de los modelos asiáticos que, lógicamente, se han impuesto.

Toda una metáfora de los tiempos presentes, que la empresa que mejor representó el capitalismo y el sueño americano esté a punto de ser nacionalizada. Hace apenas unos meses, la historia no serviría ni para la ciencia ficción. Hoy es una realidad que amenaza incluso a Barak Obama. El flamante presidente, cuando en los proximos días añada 30.000 millones de dólares a los 20 mil que ya puso en General Motors, se pone en una difícil situación: ninguna garantía de recuperar el dinero inyectado y la mirada escrutadora de los contribuyentes que son los que, como siempre, ponen la pasta.

Fíjense si ha cambiado el paisaje, que mientras que el presidente Eisenhower nombró en los felices 50 al presidente de la General Motors secretario de Defensa, en gratitud por lo aportado al país por la empresa, hoy Obama puede tener en la industria de Detroit, su particular “Vietnam”. Eso ha escrito en su blog, un reputado periodista del New York Times.


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