Hay semanas, como ésta, que no se puede huir del tema cabestro, ese que lleva cencerro mediático y que a todos nos conduce al mismo redil. Me refiero, claro, al dichoso debate. Dado que los políticos no pueden hablar seriamente en público del estado de la nación porque eso implicaría decir realmente lo que piensan sin miedo a alejarse, hacia la derecha o la izquierda, de ese limbo codiciado llamado "centro", han organizado un sucedáneo llamado debate de la cosa, un "show" que divierte mucho a unos cuantos, que visten traje de creadores de opinión y que al resto del país le resulta tan útil como a un pez una bicicleta. La ciudadanía debe atreverse múltiples filtros para llegar a alguna parte (en el supuesto de que el mundo sepa, en general, hacia dónde va). No sólo hay que superar la insoportable levedad del discurso político, su simplificación, además hay que aplicar la pértiga para saltar por encima de las opiniones de los analistas, esos auténticos médium modernos, que supuestamente descifran mensajes y ponen nota para que el respetable sepa lo que tiene que pensar. Para que nadie escape, encargan sondeos para convencer a los indecisos, de modo que el debate, ya por sí mismo una "naïf" representación de la realidad acaba suplantado por otra aún más remota. El caso es llevarnos tras el pensamiento único, un cabestro al que franceses y británicos han empezado a dar esquinazo.

Aquí, 30 años, después del mayo del 68, los "niños bien" que entonces oían hablar en casa de rojos peligrosos están muy crecidos (en todos los sentidos) y sostienen con mucho ruido y alguna pedorreta que aquellos subversivos se han convertido en unos "antiguos". Lo de ellos, en cambio, es un clásico.

Julia Otero
Periodista


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