Artículo publicado en la sección 'Al contrataque' de la edición del día 5 de octubre de 2012

La democracia se parece cada vez más a la tele. Lo que cuenta es la audiencia, el share, llevarse a la mayoría de calle. Lo de menos es qué hay que hacer para ganar. El televidente, como el votante, es objeto de deseo y a menudo hay que engañarlo para mantener su fidelidad o conseguir su voto.

El partido se juega en el centro, allí donde vive y respira la mayoría social. Por eso, en tiempo electoral, los candidatos de la izquierda se disfrazan de gente de orden y los de la derecha de pulidos socialdemócratas. Lobo y cordero intercambian la piel para agasajar al respetable.

(¿Se acuerdan de María Dolores de Cospedal, en la oposición, hablando del Partido Popular como el partido «de los trabajadores»? ¿Y de José Luis Rodríguez Zapatero afirmando que bajar impuestos era de izquierdas?).
Lo de menos, el programa

Superada hace mucho tiempo la batalla de las ideas, lo de menos son los programas electorales, los compromisos o la coherencia. Así se ganó la fama eterna de plasta Julio Anguita, por ejemplo. Él insistía en el «programa, programa, programa» cuando el mundo ya no tenía tiempo para nada más que un par de eslóganes.

La comunicación manda, y con ella los índices de popularidad, las estrategias publicitarias y las campañas de márketing. Así es como se inician los gloriosos tiempos de la demoscopia. ¿Qué quieren oír estos señores para que nos voten? «Miénteme, dime que me quieres», le decía Johnny Guitar a Joan Crawford. Y Crawford nos dijo que no subiría el IVA, ni se recortaría en sanidad ni educación y que, por supuesto, las pensiones no se tocaban.

¿Es ético ganar así y apoyar después, en la mayoría conseguida, la legitimidad aunque sea para hacer lo contrario? La televisión, desde luego, ha implantado ese modelo: no hay espectáculo, por miserable que resulte, que no sea legitimado si tiene éxito. Quien dice perseguir la audiencia a cualquier precio, dice alcanzar el poder de idéntica forma.

Las encuestas

La interrelación entre el modelo democrático actual y el televisivo no es cosa de ahora ni de aquí. Hace ya 15 años el politólogo francés Bernard Manin le puso un nombre que no necesita explicación, la «democracia de audiencias». Un poco más tarde, otro sabio de la ciencia política, Giovanni Sartori, introdujo el concepto «sondeocracia» y alertó de que las decisiones políticas se están tomando hoy en el mundo a golpe de encuesta. Sin ir más lejos, nuestro futuro inmediato depende de lo que digan en los sondeos los votantes alemanes de la señora Merkel.

En cuanto a este lado de los Pirineos, con elecciones anticipadas en las tres comunidades históricas, prepárense a leer múltiples sondeos de intención de voto y pásmense de la feliz coincidencia del resultado con el deseo indisimulado de quien los encarga y paga. Ante esa frenética actividad demoscópica con la que van a bombardearnos, surge la duda: ¿las encuestas reflejan lo que pensamos o nos sugieren lo que deberíamos pensar? ¿Son sondeos de opinión o de inducción?


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