Artículo publicado en la sección 'Al contrataque' de la edición del día 12 de julio de 2013

Un número de teléfono en la agenda de un móvil. Es lo único que a veces nos queda como rastro y huella de que alguien existió alguna vez. El ser humano es absurdo a menudo. No es fácil borrar el número de alguien que se fue porque sentimos que le estamos echando definitivamente de nuestra vida. La muerte no va a ser tan poderosa como para darle ese gusto póstumo. Por eso hay personas que tratan a sus artefactos tecnológicos como si aún vivieran en el mundo analógico, aquel en que la desaparición de un ser querido no nos permitía arrancar físicamente la hoja de una agenda de papel. Los muertos y los vivos se mezclaban por orden alfabético. Solo cuando el papel amarilleaba, tenía demasiados dobleces o consumíamos su espacio por completo, o sea, cuando se imponía un cambio de agenda, pasábamos a limpio en una nueva, los nombres de quienes estábamos aún en este lado. Pero nuestra memoria ya no se escribe con tinta, se teclea. Y me niego a darle al botón de borrar. Mi adorado Pepe Rubianes sigue mezclado en la R de mi smartphone con personas a las que llamo a menudo. A veces me pellizca el corazón leer su nombre pero al mismo tiempo me parece oír sus blasfemias siempre oportunas y añoradas. Y me sigue arrancando sonrisas imaginarle chapoteando en el guión impagable que cada día aparece en los diarios en estos tiempos de chorizos, plasmas y despidos en diferido.

Desde hace pocas semanas, también me parece escuchar la voz de Constantino cuando paso por la T y leo Tino Romero. Sayonara baby ya no tiene la cara de Schwarzenegger en mi memoria. Desde que se fue, solo veo a Tino, la voz de Dios, si Dios existiera.

Cuando se va una madre, un padre, un amigo, un amor, no digamos un hijo, el mundo parece invitarnos a que guardemos pronto sus cosas, que escondamos sus objetos, que vaciemos con rapidez su armario. Dicen que el duelo es así más llevadero pero no es verdad. Nos asusta asomarnos al nunca más de las personas a las que quisimos. Huimos a toda velocidad del lugar al que sin embargo llegaremos. Estamos asustados y disimulamos como podemos. Y, a medida que pasan los años, el bombardeo es cada vez más cercano.

Como si nada

Ayer busqué en mi móvil el teléfono de Concha García Campoy y allí estaba, como si nada hubiera ocurrido. ¿Por qué hacemos esos gestos inútiles? ¿Qué esperamos encontrar en esa búsqueda? Quizá convencernos de que aunque todo sigue en el mismo lugar, hay alguien que se fue para siempre. Leí como si fuera la primera vez los mensajes que nos cruzamos en los últimos meses, los analicé palabra a palabra y noté que Concha no estaba dispuesta a tirar la toalla. Estuvo siempre guerrera, con artillería emocional suficiente para enfrentarse al enemigo. Por eso busqué ayer su teléfono, enfadada, para decirle que no me creía que se hubiera ido, que teníamos una conversación pendiente. No me atreví a llamar. Pero que sepas, Concha, que te quedas en la memoria de mi móvil y que nos iremos encontrando en la C como antes lo hicimos en los pasillos de las radios que compartimos. Descansa, amiga.


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