Artículo publicado en la sección 'Al contrataque' de la edición del día 21 de junio de 2013

Pertenezco al club de los que detestan los petardos. Hay causas justas y nobles en cuya defensa uno asume crearse enemigos y otras en las que resulta una temeridad gratuita meterse en líos. Lo acepto y allá voy: me horroriza Sant Joan en Barcelona. Añoro aquellas hogueras en mi barrio del Poble Sec, en la calle que tuve la suerte de compartir con mi vecino Joan Manuel Serrat, (él del 97 de Poeta Cabanyes y yo del 99) y que retrató con su genialidad congénita en una de sus canciones. «...en la noche de San Juan, cómo comparten su pan, su tortilla y su gabán, gentes de cien mil raleas».

Los niños y niñas recorríamos el barrio puerta a puerta en busca de maderas y trastos viejos que luego nos veíamos obligados a esconder en los rincones más insospechados. El ayuntamiento mandaba camiones para requisar aquel material inflamable, no fuera caso que, a la hora de la verdad, la hoguera alcanzase dimensiones demasiado bárbaras. «...Y colgaron de un cordel, de esquina a esquina un cartel y banderas de papel lilas, rojas y amarillas».

Los vecinos sacaban medio comedor a las aceras -ventajas de una calle sin salida- y se compartía cava, coca, fuego y música. Los niños habíamos acabado el colegio, los emigrantes empezaban ya a planear las vacaciones, o sea, la vuelta al pueblo para ver a los abuelos -Galicia, Andalucía, Murcia- y el verano quedaba inaugurado a todos los efectos. «Se acabó, que el sol nos dice que llegó el final. Por una noche se olvidó que cada uno es cada cual».

Es verdad que la memoria suele ser una mercenaria al servicio de nuestro interés, pero yo juraría que aquellas verbenas eran otra cosa. Había petardos, pocos, porque no estaban los tiempos para quemar estúpidamente los ingresos familiares, pero solo se lanzaban junto a las hogueras durante la noche de Sant Joan y luego callaban hasta la segunda verbena, la de Sant Pere, que era ya una fiesta de segunda división.

Comandos

Pero desde hace años, ya desde los primeros días de junio comandos de criaturas con caras de Chuki recorren calles y parques a la salida del cole, armados de un mechero y cargados de pólvora. Uno los ve pararse, soltar algo y salir corriendo sin reparar en que allí, de donde huyen a toda velocidad, pasa un pobre ciudadano al que le revientan los tímpanos y las diástoles del corazón. Uno tiene que disimular el miedo para no quedar como imbécil y seguir el paso como si aquello fuera lo más normal. Por no hablar de la zozobra insoportable que se siente al escuchar el silbido amenazante de esos petardos que avisan -para joder más, sin duda- antes de llegar y explotar.

No importa que cada año tengamos quemados y heridos de diversa consideración, dedos enteros o falanges volando por los aires u ojos reventados sin remedio. La mayoría, por cierto, de menores.

El maestro Miguel Gila retrataba con su humor inmisericorde esas costumbres bárbaras: a veces la juerga es tal que muere alguien sin querer. «He perdido un hijo -decía el personaje de Gila-, pero ¿y lo que nos hemos reído?»


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