Si los medios de comunicación fueran únicamente eso y no lo que son en realidad, es decir, un negocio como otro cualquiera, ya habrían hecho un acto de contrición públicas tras la sentencia que ha recaído en el caso Arny.

Lo que Javier Gurruchaga calificó de comportamiento marrano de los medios (no todos, pero casi) ha arruinado la vida de un puñado de personas que en los últimos dos años no sólo han soportado perder su trabajo, sus ingresos, ver llorar a la familia y comprometido gravemente su futuro profesional, sino que además han escuchado de ciudadanos anónimos por las calles el elocuente grito de "maricón". Como dijo una vez, aunque referido a otro asunto, el vicepresidente Cascos, "la sociedad ya había emitido su juicio".

La absolución de todos los acusados famosos no les resarce de casi nada: los que jamás presumieron su inocencia no calman ahora la ira inquisitorial ni siquiera ante una sentencia tan rotunda, sobre todo porque lo que les molesta no es tanto la corrupción de menores como la condición de gay. Si el Arny hubiera sido un puticlub de jovencitas, estos caballeros gozarían hoy de una saludable reputación de machotes fogosos.

¿Son los medios, pues, homófobos por el tratamiento dado al tema Arny? No existió probablemente esa voluntad, sino otra más prosaica, la de vender. Un país con tan alta adicción al escándalo necesita a diario su ración.

Gabriel García Márquez dijo que el oficio periodístico es tan vocacional y pasional que sólo altísimos dosis de ética pueden llegar a corregir sus desmanes. La ética tiene buena prensa, pero se vende fatal en algunos quioscos.

Julia Otero
Periodista


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