Confieso que las noches orgiásticas de celebración futbolística me hacen como una extranjera. A los que no hemos sido escogidos para entender y gozar con un juego al que, incluso, solventes plumas universales han dedicado hermosas líneas, sólo nos está permitido el asombro y la observación. A eso voy. El comandante que pilotaba el vuelo del puente aéreo Madrid-Barcelona, mientras el Real Madrid luchaba por su séptima Copa, comunicó por megafonía con entusiasmo disimulado que las gesta se había conseguido. El pasaje acogió la noticia con un silencio espectacular. Ni un aplauso ni un silbido. Aquellos caballeros llenos de corbatas, maletines y cansancio no delataron siquiera un tímido gesto de alegría o desaprobación. La indiferencia no podía manifestarse de modo más descarado y elegante. La noche antes, Jordi Pujol había dicho en televisión que hay que celebrar las victorias propias, nunca las derrotas ajenas. Lástima que la sensata reflexión del presidente no fuera compartida, según lo publicado, por el 93% de los seguidores del Barça que deseaban el triunfo de la Juve. Habría que advertir, como en las cajetillas del tabaco, que la inmensa frustración que sienten desde ayer los antimadridistas militantes es perjudicial para la salud, incluso para la salud de las señas de identidad. La cohesión frente al adversario no consiste en desearle a éste lo peor, sino en amar profundamente lo propio. Esta actitud, exquisita fue la que escogieron quienes retransmitieron el partido por TV3 (eso me cuentan, que yo volaba con los indiferentes). El buen comunicador es el que complace a la masa, pero también el que, en algunos momentos, no se deja manipular por ella.

Julia Otero
Periodista


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