Editorial del 1 de febrero de 2011

Aunque Hosni Mubarak, el aún presidente egipcio, no lleva barba, el rey de Jordania no ha tenido duda en que se la van a cortar, y ha puesto la suya en remojo inmediatamene. El rey Abdalá II ha destituido este mediodía a todo su gobierno, ha nombrado a otro primer ministro y le ha ordenado iniciar un auténtico proceso de reformas. La monarquía de Jordania luce muy bien en las páginas del papel couché, especialmente cuando publica posados de su famosa reina Rania, pero el glamour no da de comer a miles de jordanos. La del monarca jordano es, pues, la primera ficha de dominó que se mueve voluntariamene, antes de que se la mueva la población. Esa que, en Egipto, por cientos de miles se ha concentrado en la plaza principal de El Cairo clamando por la dimisión y marcha de Mubarak.

Pensará a menudo estos días Barak Obama en su antecesor Jimmy Carter: en aquellos otros días de 1978, la Casa Blanca mantuvo su apoyo a Reza Palhevi, el Sha de Persia, mientras los iraníes clamaban por su libertad y sus legítimos derechos ciudadanos. Luego llegó el régimen de los ayatollahs, se confirmaron los peores temores de Carter, y se aplastó la esperanza de millones de iraníes.

El dilema estratégico, político y moral no es fácil. Obama no puede defender a un dictador, pero, ¿Existe el riesgo de que se repita en Egipto la historia de Irán? ¿Depende eso de los egipcios o de cómo sepa comportarse el mundo occidental?...

Días convulsos en el escenario internacional, justo cuando el gobierno español tiene las primeras buenas noticias desde hace tiempo: el gran acuerdo social lo es, y que la agencia Standard and Poor’s confirme la solvencia económica de España y mantenga la nota, también.


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