Este "filósofo a la intemperie", como le gusta definirse, ha renovado el género ensayístico mientras se convertía en punto de referencia del pensamiento español. El creador de La selva del lenguaje tiende en la conversación una liana tras otra hasta atrapar a su interlocutor en un mundo por el que siente fascinación, el de las palabras. Su última obra, Diccionario de los sentimientos, es la historia del ser humano contada desde el lenguaje sentimental. Una lectura imprescindible y gozosa con la que bien pudieran empezar su rehabilitación los analfabetos sentimentales.

Me rindo ante usted: me gusta lo que piensa y cómo lo escribe. ¿Estoy en condiciones sentimentales de hacerle una entrevista?

Sí [risas], eso le permitirá tener actitud de exploradora.

¿Quién sabe más del modelo mental de un país, el psicólogo o el lingüista?

El lingüista espeleólogo que se empeñara en descubrir la psicología popular que hay por debajo del lenguaje.

¿Qué informa el castellano del patrón sentimental de los españoles?

Nuestra lengua pone mucho énfasis en todo lo relativo al ridículo, al honor. Somos los únicos que sentimos "vergüenza ajena", por eso en los libros de psicología se la conoce como "spanish shame", vergüenza española.

¿De dónde nos viene ese terror al ridículo?

El español, más que la española, es temeroso de toda mirada ajena porque es muy inseguro.

¿De ahí que el varón de otros tiempos pusiera su honor en la mitad inferior del cuerpo de su mujer?

Claro. El término "honor" es el que más problemas nos ha provocado. Siendo patrimonio del alma, una mujer podía perderlo como se pierde un bolso, bastaba una violación.

¿Hay un ADN lingüístico?

Desde luego. Por debajo de muchas palabras hay ideas muy profundas que, como el ADN, no dan la cara, pero lo determinan todo. Un ejemplo: ¿Cómo iba a ser España un país industrial si una palabra como "maquinar" significa en nuestra lengua nada menos que tramar auténticas felonías? Eso es genética lingüística.

El lenguaje modifica los sentimientos. ¿O es al revés?

El lenguaje es una de las herramientas que tenemos para movilizar y educar el alma humana. La primera consulta de psicoterapia la abrió en Grecia un profesor de oratoria. Puso en la puerta: "Yo curo las enfermedades mediante la palabra".

Sólo el tonto es feliz, dice el tópico. ¿Para tan poco sirve la inteligencia?

Hay una mala idea de inteligencia en nuestra cultura, que la ha identificado con el conocimiento y cuya culminación es la ciencia. Hay que recuperar una idea más profunda y ambiciosa, la que tiene como objetivo la felicidad.

¿Qué es un sentimiento inteligente?

El que, lejos de perturbarnos, actúa como una brújula, el que evalúa correctamente lo que nos pasa.

Lo sentimental en los hombres se ha visto históricamente como signo de debilidad. ¿No es hora de que se liberen?

Es uno de los callejones sin salida en que nos ha metido la equivocada idea de inteligencia. Tan detestadas eran las respuestas efectivas que la palabra "patología", que etimológicamente debería designar la "ciencia de los sentimientos", significa "la ciencia de las enfermedades".

¿Podemos inventar aún sentimientos nuevos?

Sí, y ésa es la gran obra de la cultura, que no es sólo crear arte, ciencia, técnica. Es también crear modelos sentimentales. Estamos asistiendo a la creación de un nuevo sentimiento de pareja. Hasta ahora se mantenía la estructura familiar porque la mujer aguantaba. Hay que inventar la relación de dos autonomías en igualdad de condiciones.

¿Hombres y mujeres escuchan y hablan de forma diferente?

Está claro. La mujer cree que una relación de pareja se mantiene mientras se puede hablar de ella, y el hombre, con tal de no hacerlo nunca.

Una sociedad empobrecida lingüísticamente, ¿pierde la capacidad de análisis de la realidad?

No sólo eso, perdemos también el gran mediador que hay entre seres humanos, que es el lenguaje, con lo que se desemboca inevitablemente en la violencia.

¿Es sentimentalidad artificial lo de telemaratones y programas de cotilleo?

Son simulacros de sentimentalidad. A la gente le gusta sentir, sobre todo, espectacularizadamente. El problema de la televisión es que nos hace confundir los sentimientos reales con los simulados.

Dice que el ingenio es el modo en que se divierte la inteligencia. ¿Hay inteligencias aburridas?

No. El problema es que nos han estado diciendo que el colmo de la inteligencia era un campeón de ajedrez, que a lo mejor era un débil mental como el pobre Fisher, el mejor de la historia, que luego no sabía hacer la o con un canuto. La inteligencia tiene virtudes anfetamínicas notables, es estimulante y creadora.

¿Cómo el enamoramiento?

[Risas] Es que la inteligencia es estar enamorado de una sola persona, pero de muchas cosas.

 


Bobby Fischer

En la entrevista hecha por Julia Otero a José Antonio Marina, éste hace una alusión que no me gusta viniendo de una persona inteligente: llama "pobre" y "débil mental" a Bobby Fischer.

Este "pobre y débil mental" tiene un cociente intelectual muy superior al 95% del resto de la gente.

IGNACIO LAURO. FUENLABRADA (MADRID)

J. Antonio Marina se disculpa

En El País Semanal del 21 de mayo, Ignacio Lázaro me critica porque en la entrevista con Julia Otero, publicada una semana antes, dije que Bobby Fisher era un "débil mental". Tiene toda la razón. Es inaceptable tratar así a una persona y pido perdón a Fisher, a Lázaro y a los demás lectores. Fue un exceso del lenguaje coloquial, que al pasar a un medio escrito y público resulta insultante. Las entrevistas son un género seductor por su perversidad. Se habla en privado para luego difundir lo dicho. Procuraré ponerme a salvo de él.

Sin embargo, rechazando el tono, sigo fiel al fondo de mi respuesta. Lo que estoy intentando defender es un concepto de inteligencia que no se agote en artificios formales, ni siquiera en logros científicos. La principal función de la inteligencia humana no es conocer, sino dirigir el comportamiento. Su culminación no se alcanza en la ciencia, sino en la ética. Es un disparate sin sentido afirmar que jugar al ajedrez es mejor demostración de inteligencia que organizar una familia feliz, o tener unas profundas y satisfactorias relaciones efectivas, o ser bueno. Esta idea, que estamos transmitiendo desde la psicología, me parece falsa y peligrosa. De ahí mi apasionamiento al hablar del asunto y, desgraciadamente, mis excesos lingüísticos, por los que, una vez más, pido disculpas.

JOSÉ ANTONIO MARINA. MADRID


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